martes, 8 de noviembre de 2011

La cena

Elsa aseó a don Ernesto todas las mañanas durante dieciséis años, hasta le frotaba la espalda con alcanfor. Luego le cebaba dos mates amargos y se iba a despertar a Enrique. Entre los dos, lo acomodaban en la silla de ruedas. El viejo todavía se afeitaba solo, pero quería que Enrique le sostuviera el espejo. ¡Que sirva para algo este pendejo!, decía. Antes, cuando ella tenía lindas piernas y no cargaba con el hijo sonzo, Elsa se había dado el lujo de elegir para quién trabajar. Siempre con gente fina, en casas elegantes. Después se embarazó y las señoras dudaban en tomarla. Entonces aceptó lo de don Ernesto.

Elsa había intentado que Enrique fuera a la escuela, pero no le entraba nada. Al fin quedó para ayudarla en la casa. Ella era paciente con don Ernesto, aún cuando el viejo le palmeaba las nalgas, haciéndose el pícaro. Aún cuando le daba bastonazos a Enrique. Elsa callaba, el viejo le había prometido dejarles la casa.

Don Ernesto también tenía un hijo. Se había ido del pueblo cinco años atrás y no se supo más de él. Hasta la semana pasada, cuando llegó la carta anunciando que volvería pronto. Para internar al viejo y para arreglar los papeles de la casa. Elsa escondió la carta y no le dijo nada a don Ernesto. Se acordó bien que seis meses atrás el doctor Corti y el viejo habían hablado sobre el testamento.

Al otro día de la carta, con la excusa de ir a la feria, Elsa pasó por el estudio del doctor Corti. Le dijo que no lo veía bien a don Ernesto, que por favor se llegara a la casa para terminar con los papeles pero que fuese discreto: a don Ernesto no le gustaba que se metieran en sus asuntos. El Dr. Corti prometió ir la semana siguiente.

Y así lo hizo. Se encerró en la sala con don Ernesto. Elsa les ofreció una copita de anís, y se demoró tratando de oír algo de la conversación. Luego, entró otra vez para convidarles bizcochitos de limón justo cuando don Ernesto decía:

- Yo ya no tengo hijo, la casa queda para Elsa.

En poco tiempo más, el doctor Corti llegó con el testamento listo y don Ernesto lo firmó.

Ese día Elsa estuvo de muy buen humor, hasta le pidió a Enrique que agarrara el mejor pollo. De un golpe seco le tajeó el cogote, lo colgó en el gancho del fresno y lo dejó desangrar. Después de la siesta hirvió agua para desplumarlo. Le sacó las vísceras con cuidado y las guardó para el caldo. Elsa preparó el pollo para la cena como más le gustaba a Ernesto: en salsa y con papas. Mandó a Enrique a comprar un vino bueno y dejó listo un postre de duraznos.

Un poquito más de vino don Ernesto, alentó Elsa. Hasta que se terminó la botella.

Don Ernesto quiso acostarse temprano. Una vez más, lo asearon y lo pusieron en la cama. Pasada la medianoche se oyeron quejidos débiles y una respiración entrecortada.

Elsa y Enrique pasaron la noche despiertos.

Cuando los primeros destellos del sol anunciaron el día Elsa supo que por fin las cosas estaban en orden.

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