sábado, 10 de diciembre de 2011

El jardín más lindo del pueblo

Aurora Robles vivió los días de su vida en Colonia Tirolesa. Cada mañana se levantó muy temprano y regó las plantas. Su jardín era el más lindo del pueblo. Todos los vecinos estaban de acuerdo con ello, aún Zaida la amante turca de su marido. Esto era de verdad extraordinario en la colonia, donde los habitantes se conocían y rara vez se lograba consenso en los temas del poblado.

Aurora arrancaba con paciencia los yuyos que importunaban a begonias, lilas, azaleas, claveles y lavandas, siempre con la mirada atenta a su tarea y el alma vagando entre aromas florales.

Tuvo un solo hijo varón que la atareó y acompañó en los momentos en que desesperaba, loca de celos, imaginando los amores de su esposo en otra cama.

Luego llegaron los nietos, a quienes se dedicó con pasión. Ya no le importó tanto que aquel hombre, a quien una vez dio el sí, tuviera otros asuntos. Es más, se sentía liberada de no tener que cargar todo el día con sus niñadas de viejo. A sus nietos fue a los únicos que permitió hurgar el último cajón de su cómoda.

Un día antes de morir, tiró todos los objetos que allí guardaba, para preservarlos de ojos curiosos. Sus nietos, fieles, nunca dijeron qué contenía.

Lo que Aurora siempre odió de ese pueblo es que no existiera una sola persona capaz de guardar un secreto. Ella pensaba que tal vez habría sido más feliz, si una mañana, no le hubieran contado lo que nunca quiso saber.

lunes, 5 de diciembre de 2011

La foto de Navidad

Julia se casó hace un año y esta fue la primera Navidad que pasó lejos de sus padres, en casa de los suegros.

Para la cena de nochebuena le encargaron que hiciera la ensalada de frutas. Ella hubiera preferido otra cosa, una porque no le atraía la idea de estar horas pelando y cortando, y otra porque no le gustaba la ensalada de frutas. Se resignó y lo tomó como un derecho de piso a pagar.

Su marido, le había dicho en varias ocasiones:

-Mirá que mi abuela y mi madre, siempre le pusieron cerezas, verdaderas, no las de frasco.

Compró las cerezas, las lavó y las puso enteras, considerando que eran demasiado pequeñas para partirlas y despepitarlas.

El veinticuatro a la noche, se puso el solero turquesa previsto para la ocasión y partió con Aldo y la olla de la ensalada de frutas hacia lo de doña Alcira. Cuando llegaron, saludaron a los ya presentes y Julia se integró al grupo de mujeres que estaba en la cocina ultimando los detalles de la comida.

Julia vio que su suegra miraba la ensalada de frutas con el ceño fruncido y se sintió como dando un examen.

Tardaron en sentarse a la mesa, nadie quería ser el primero en ubicarse, por miedo a quedar mal posicionado. Julia sabía que Aldo no se llevaba bien con su cuñado Andrés y el día de Navidad no quería darle un disgusto a la madre.

Esta Navidad habían traído al abuelo José, el padre de Alcira, que vivía en un geriátrico. Con el calor estaba mejor y quiso pasar la fiesta en casa de su hija.

Ni bien entró dijo:

-Alcirita, ¿me hiciste la ensalada de frutas como la hacía tu madre, tan rica, con cerezas naturales? Allá donde vivo la hacen horrible, aguada.

Julia se felicitó por haber hecho caso a su marido esta vez.

Al abuelo lo sentaron en la cabecera, presidiendo la mesa.

Las mujeres trajeron primero la comida fría: fiambres, mayonesa de aves, bocaditos de atún y ensaladas. Cada cual lo acompañaba con vino tinto, blanco o cerveza según su preferencia.

Julia, viendo que eran demasiadas en la cocina y se entrechocaban, decidió sentarse a la mesa y dejar de servir.

Algunos ya se habían servido en los platos, cuando Alcira dijo:

-Ahora a rezar, todos ustedes. Esta es una casa cristiana y la Nochebuena es para agradecer a Dios, por todo lo que nos da y por todo lo rico que comeremos esta noche.

Julia, que había colocado un trozo de jamón crudo en su boca, dejó de masticar, y mientras su suegra dijo unas palabras, sintió que su boca se iba llenando de saliva que no atinaba a tragar.

Luego de la mesa fría, Alcira, trajo orgullosa el pavo relleno que había preparado, humeante, calórico. Todos comieron con avidez, a pesar de que con tal calor, no paraban de sudar. Julia no se sentía bien, no quería comer el pavo, pero no pudo negarse.

Cuando los más resistentes dejaron de comer, y se estiraron hacia atrás resbalándose un poco de sus sillas, Alcira llamó a Julia para servir el postre.

- Vos serví en las compoteras la fruta y yo le pongo el helado- dijo Alcira.

Así lo hizo Julia. Trató de que en cada una tocara por lo menos una cereza

En ese momento añoró la Navidad en casa de sus padres, aunque siempre discutía con su madre, por lo menos se sentía cómoda.

Llevó las cazuelas a la mesa y eligió para el abuelo la que tenía más cerezas. El viejo le caía bien, era el único que hablaba poco y no se metía con nadie.

Por un rato, sólo se escuchó un tintineo metálico de cucharitas.

De pronto, el abuelo, emitió un suspiro ronco, y comenzó a agitar frenéticamente sus brazos mientras se encorvaba sobre la mesa. Se puso colorado y parecía no respirar.

El marido de Julia y un par de cuñados, le golpearon la espalda, hasta que expulsó la pepita de cereza.

No se lo veía nada bien al abuelo José luego del incidente. Alcira decidió que lo llevaran al hospital.

Así, partieron todos al hospital, donde dejaron internado en observación al abuelo.

Alcira insistió y se ubicaron todos, alrededor de la cama para posar para la fotografía tradicional de Navidad de la familia.

Alcira le pidió a Julia que sacara la foto.