sábado, 26 de mayo de 2012

Yanés


Estos tipos de ciudad son todos mentirosos. Pasan en sus autos último modelo y tienen el tupé de decir “no tengo, varón”, cuando les pido una moneda. ¿Qué se creen? ¿Que me van a engañar como a un niño?. Mejor si dijeran “no quiero darte una moneda viejo vago”, que se animen a decir lo que piensan. Lo que pasa es que me ven así, con barba de varios días, despeinado y no alcanzan a distinguir que mi saco, bajo la  tierra y las manchas, es un auténtico Dior.
Yo no estuve siempre parado en el semáforo de la costanera. Tenía un local de cincuenta metros de frente, vidriado, con un gran cartel blanco de letras coloradas. "Yanés y asociados”, se leía.
En Oncativo, después de la cosecha todos cambiaban el auto en Yanés. En los entierros y en la vuelta de domingo, me gustaba ver destellar el logo de “Yanés automotores” en los baúles.
Con Celia, éramos felices en el pueblo. Hasta que se enfermó.
Primero se llevaron los autos, después sobre el cartel de neón pusieron otro de arpillera de plástico que decía “Remate Judicial”.
-Migue, no gastemos más, lo mío no tiene caso- me decía Celia. Pero igual yo quise hacer todo lo posible,  probamos con médicos, brujos, homeópatas y manosantas.
Por suerte, Celia ya estaba enterrada el día que entraron a casa a llevarse todo. Puse en la valija grande mi ropa y el portarretratos de Celia. Les dí las llaves a los acreedores y con el poco dinero que saqué del cajero automático me vine a la ciudad.
No lo paso tan mal. Conseguí un lugar bajo el puente y conocí un par de buenos amigos que me cambian los cartones cuando se ponen feos.
Extraño a Celia. El retrato está arruinado, se mojó con la última crecida. Lo mismo, ella está sonriente y linda como siempre. Algunas noches ni bien me duermo, Celia viene y se recuesta en mi pecho. Así, dormimos abrazados toda la noche.

sábado, 10 de marzo de 2012

105 sombreros

Marina y José se enamoraron de chicos. Mientras ella estudiaba para maestra jardinera, él trabajaba junto a su padre en la ferretería de la familia.

La gente del pueblo esperaba que crecieran, se casaran, José hiciera prosperar el negocio y Marina criara varios niños.

Pero no fue así.

A José lo que realmente le gustaba era bailar. De niño había formado parte del ballet folclórico del pueblo pero ya de adolescente no había tenido la posibilidad de continuar con la danza clásica.

Un día se decidieron: irían a Buenos Aires para que José cumpliera su sueño. Marina ya encontraría un trabajo como maestra allá. Y se fueron a vivir juntos sin pasar por la iglesia, cuestión que enojó al padre de Marina a punto tal que le prohibió regresar a la casa mientras él estuviese vivo.

Ya en Buenos Aires, se instalaron en una pensión de San Telmo, en Defensa al 965. Era una casona de fachada sombría por el paso del tiempo y el poco mantenimiento, con puerta doble de madera pintada de gris claro. Por la puerta de calle se ingresaba al zaguán, más sombrío aún. Una puerta de vidrio repartido al final del zaguán daba paso al patio interior luminoso y fragante. Abrazando el patio, la galería cobijaba las puertas y ventanas de los cuartos en alquiler.

El piso de la galería de mosaicos claros decorados con arabescos lucía brillante. Como decía doña Raquel, la dueña del lugar, la pensión no era lujosa pero sí muy limpia.

-El frente está feo- reconocía Raquel -Ni bien le acierte a la quiniela lo hago arreglar, decía. Desde hacía cinco años jugaba semana tras semana el 965 a la cabeza y a los diez.

Las ventanas amplias y las puertas dobles de las habitaciones vestían cortinas de macramé. Las rejas, revelaban con la pintura saltada, que habían sido primero blancas y luego verdes antes de llegar al negro que las cubría.

A Marina y José, les tocó un cuarto con una gran mancha de humedad en el techo y con bañadera de patas de león.

La cocina era compartida. Marina en cinco semanas no se cruzó con nadie allí. Después se enteró que los otros pensionistas tenían un microondas en la habitación y compraban comida congelada o en la rotisería de la esquina. Pero a ella le gustaba ir a cocinar: los vahos especiados de la salsa, el olor a aceite quemado de las frituras, el aroma dulzón de una torta recién horneada, la transportaban a la cocina de su madre.

José por las mañanas tomaba clases de baile clásico con Azucena en Palermo Viejo. Le pagaba dando clases de folclore dos veces por semana. Para sumar algún dinero trabajaba a la gorra en Plaza Francia, Parque Lezama y Plaza Dorrego, donde divertía a los concurrentes con sus números de mimo. Estaba orgulloso de sus avances con la danza, pero en momentos de incertidumbre añoraba la seguridad que le daba el mostrador de la ferretería.

Marina pasaba bastante tiempo sola. Se había hecho amiga de la Toti, la prostituta que alquilaba el cuarto de al lado. A la siesta lloraban juntas la novela y tomaban mate con chuker. –El azúcar se me va a las caderas- decía la Toti. Había venido de Rufino, un pueblito del sur de Santa Fe, huyendo de un mal amor. A doña Raquel no le gustaba el oficio de la Toti, pero lo cierto era que pagaba puntualmente el alquiler y no traía ningún cliente a la pensión.

La Toti le contó a Marina que el tucumano de la habitación de enfrente, había llegado hacía unos meses después de vender a su hermana la mitad de la casa que heredó de la abuela en Tafí del Valle. Con esa plata se compró una Harley Davidson y se vino a la capital. Ahora trabajaba en un club nocturno.

-Ahí los mozos están en slip, son todos musculosos y aceitados- decía la Toti. -Yo lo vi al tucumano sirviendo las mesas del fondo. Es un lugar paquete. Me llevó un cliente- confió a Marina.

El tucumano tomaba sol en una reposera del patio y como no tenía dinero para el gimnasio se había improvisado pesas con un caño de gas y dos latas de aceite para autos rellenas de cemento. Salía al trabajo y al cíber. Se conectaba con otros fanáticos de la Harley Davidson a través de un foro de Internet donde se pasaban datos de cómo conseguir tal o cual pieza.

En la pensión también vivía don Jaime, hermano de Raquel y apasionado del tango. Iba los domingos a bailar a Plaza Dorrego vestido con su traje negro de rayitas blancas, zapatos blancos con puntera y apliques en charol, y chambergo. Algunas veces, se la llevaba a la Toti para que le haga de pareja. A Marina le pareció que Jaime sentía un amor inconfesado por la Toti. – ¡Pero si podría ser mi padre ¡-descartaba ella.

Una tarde, mientras Marina pasaba la gorra luego de la función de José, alguien en lugar de una moneda dejó un papelito que decía: “Curso de sombreros de cotillón”. Pensó que sería una buena forma de generar algún ingreso a los ya menguados ahorros. Y comenzó a hacer sombreros de goma espuma para todo tipo de fiestas: cumpleaños infantiles, quince años, graduaciones, casamientos.

Marina y José estaban contentos de estar juntos y soñaban el futuro: una casita para los dos solos, un trabajo de maestra para Marina y presentaciones de José en los teatros. Igual, a veces, extrañaban la familia y el pueblo. Cuando las cosas no andaban del todo bien en la ciudad, fantaseaban con volver a Melincué.

La Toti extrañaba Rufino y el tucumano Tafí. Y todos, cada quien por sus pesares y motivos, no podían regresar a sus lugares de origen.

Entretanto, llegó un nuevo inquilino: Pancho un artesano de Río Cuarto. Le habían dicho que muchos extranjeros visitaban Buenos Aires y que pagaban en dólares las alhajas de plata. El hacía aros, anillos y collares, unos de tiento y cuentas de plata, otros con piedras semipreciosas.

Marina y la Toti se probaban todo lo que hacía Pancho. Pancho tomaba mate con ellas, protestaba por el chuker y al fin se terminó enganchando con la novela. Cuando no se podía quedar a verla, pedía que se la contaran.

Marina se había hecho fama con los sombreros, unos la recomendaban a otros y siempre tenía encargos. Una vez, le pidieron ciento cinco sombreros para un casamiento de gente bien y querían todos modelos distintos. Trabajó días y noches porque temía no llegar para la entrega. Pancho, la Toti, José y el tucumano debieron ayudar: pegaban plumas, brillantina, botones, flores. Y tuvieron que albergar algunos gorros en sus habitaciones porque la de Marina y José estaba abarrotada.

El día que debían retirar los sombreros no apareció nadie. Ni al día siguiente. Ni al tercer día. Llamó por teléfono a la casa de la novia y nadie respondió.

Desolada, lloró toda una noche.

Raquel quiso ayudarla y sentenció:

-Es hora de que se casen ustedes dos Marinita y este es un buen momento. Ya tienen los sombreros para la fiesta. Yo te regalo el vestido.

Nadie se atrevió a contradecirla y se pusieron a preparar la boda en patota. Trajinaron hasta que llegó el gran día.

Se casaron en el registro civil a la mañana y a la noche, con don Jaime presidiendo la ceremonia y Raquel y Azucena de madrinas, juraron amarse para siempre mientras se colocaban las alianzas de plata que les había hecho Pancho.

Raquel decidió hacer la fiesta de José y Marina en el patio. El tucumano acomodó los tablones y decoró la mesa.

Entre los de la pensión, los compañeros de baile de José y la hermana de Marina, la única que vino del pueblo, sumaban treinta y cinco. Los ciento cinco sombreros alcanzaron para que cada uno cambiara de personaje tres veces en la noche. Fueron piratas, princesas de capelina, marineros, hawaianas frutadas, papagayos multicolores, guerreros romanos de penacho, vikingos de cuernos.

Esa noche había un aire de pueblo en el patio de la pensión, por momentos húmedo como en Melincué y Rufino, de a ratos terroso como en Río Cuarto, después quieto y transparente como en Tafí, hasta que al amanecer la bruma ahumada de la gran ciudad descendió sobre ellos.

jueves, 16 de febrero de 2012

Aromas de familia

Era una mañana de primavera. Por la ventana semiabierta se colaba la fragancia dulce, pesada, de las madreselvas. Como todos los días, ella se levantó para ir a la oficina. Allí la esperaría, una vez más, ese inconfundible olor mezcla de tinta, papel, cables, teléfonos y uniformes. Mientras se miraba en el espejo y aspiraba la menta fresca de la pasta dental, decidió no ir a trabajar. Intentó buscar una excusa pero no la encontró. Encogió los hombros. De todos modos estaba resuelto: se quedaría en casa.

Bajó las escaleras de madera, perfumadas de cera, y fue hasta la cocina. El café recién preparado y las tostadas apenas quemadas, le embriagaron la nariz e hicieron que su mente viajara hasta los tiempos de su niñez. Recordó a su madre preparando el desayuno. Café y tostadas: aromas de familia.

Estaba sola: su marido no había pasado la noche en casa y los niños estaban de campamento. Hojeó el diario mientras la envolvía lentamente el almizcle de un sahumerio.

Más tarde, sin obligaciones ni apuros, se dispuso a preparar una torta para esperar a los chicos, que regresarían esa tarde. Buscó en el aparador el libro de recetas de la abuela. Los bordes de las hojas estaban amarillentos y conservaba en su interior, atesorándolo, el señalador de seda italiana. El olor a papel viejo la trasportó y la vio allí, a la nonna Cristina. Con batón oscuro de florcitas blancas y sonrisa apenas esbozada de quien ha vivido mucho. Sentada en la silla de paja con las manos cruzadas sobre su falda. Podía sentir la colonia de rosas que siempre usaba. Mil y un aromas de familia en la casa de la nonna.

Batió la manteca y el azúcar, agregó huevos, harina, leche. Unas gotitas de vainilla y ya estaba lista la pasta blanda, dócil, de vahos vainillados. La puso en el horno.

Usó los cuarenta minutos de cocción para bucear en sus aguas internas, revueltas y oscuras, buscando causas y respuestas.

Cuando la torta a punto hizo notar su presencia en la cocina, la sala y el living, la sacó del horno y la desmoldó. Aún absorta en sus pensamientos.

Había pensado no almorzar pero el espíritu especiado de la salsa de los vecinos la tentó. Pidió algo a la rotisería de la esquina.

Después de una siesta de lectura, se regaló un baño largo, tibio, con espumas frutadas. Cerró los ojos y trató de imaginar su vida en los próximos días. Ensayó una y otra vez los pasos que daría.

Se hicieron las seis. Llegaron los niños. Cortó la torta entre relatos de aventuras fantásticas.

Se dijo a sí misma que estaría preparada.

miércoles, 25 de enero de 2012

sábado, 10 de diciembre de 2011

El jardín más lindo del pueblo

Aurora Robles vivió los días de su vida en Colonia Tirolesa. Cada mañana se levantó muy temprano y regó las plantas. Su jardín era el más lindo del pueblo. Todos los vecinos estaban de acuerdo con ello, aún Zaida la amante turca de su marido. Esto era de verdad extraordinario en la colonia, donde los habitantes se conocían y rara vez se lograba consenso en los temas del poblado.

Aurora arrancaba con paciencia los yuyos que importunaban a begonias, lilas, azaleas, claveles y lavandas, siempre con la mirada atenta a su tarea y el alma vagando entre aromas florales.

Tuvo un solo hijo varón que la atareó y acompañó en los momentos en que desesperaba, loca de celos, imaginando los amores de su esposo en otra cama.

Luego llegaron los nietos, a quienes se dedicó con pasión. Ya no le importó tanto que aquel hombre, a quien una vez dio el sí, tuviera otros asuntos. Es más, se sentía liberada de no tener que cargar todo el día con sus niñadas de viejo. A sus nietos fue a los únicos que permitió hurgar el último cajón de su cómoda.

Un día antes de morir, tiró todos los objetos que allí guardaba, para preservarlos de ojos curiosos. Sus nietos, fieles, nunca dijeron qué contenía.

Lo que Aurora siempre odió de ese pueblo es que no existiera una sola persona capaz de guardar un secreto. Ella pensaba que tal vez habría sido más feliz, si una mañana, no le hubieran contado lo que nunca quiso saber.

lunes, 5 de diciembre de 2011

La foto de Navidad

Julia se casó hace un año y esta fue la primera Navidad que pasó lejos de sus padres, en casa de los suegros.

Para la cena de nochebuena le encargaron que hiciera la ensalada de frutas. Ella hubiera preferido otra cosa, una porque no le atraía la idea de estar horas pelando y cortando, y otra porque no le gustaba la ensalada de frutas. Se resignó y lo tomó como un derecho de piso a pagar.

Su marido, le había dicho en varias ocasiones:

-Mirá que mi abuela y mi madre, siempre le pusieron cerezas, verdaderas, no las de frasco.

Compró las cerezas, las lavó y las puso enteras, considerando que eran demasiado pequeñas para partirlas y despepitarlas.

El veinticuatro a la noche, se puso el solero turquesa previsto para la ocasión y partió con Aldo y la olla de la ensalada de frutas hacia lo de doña Alcira. Cuando llegaron, saludaron a los ya presentes y Julia se integró al grupo de mujeres que estaba en la cocina ultimando los detalles de la comida.

Julia vio que su suegra miraba la ensalada de frutas con el ceño fruncido y se sintió como dando un examen.

Tardaron en sentarse a la mesa, nadie quería ser el primero en ubicarse, por miedo a quedar mal posicionado. Julia sabía que Aldo no se llevaba bien con su cuñado Andrés y el día de Navidad no quería darle un disgusto a la madre.

Esta Navidad habían traído al abuelo José, el padre de Alcira, que vivía en un geriátrico. Con el calor estaba mejor y quiso pasar la fiesta en casa de su hija.

Ni bien entró dijo:

-Alcirita, ¿me hiciste la ensalada de frutas como la hacía tu madre, tan rica, con cerezas naturales? Allá donde vivo la hacen horrible, aguada.

Julia se felicitó por haber hecho caso a su marido esta vez.

Al abuelo lo sentaron en la cabecera, presidiendo la mesa.

Las mujeres trajeron primero la comida fría: fiambres, mayonesa de aves, bocaditos de atún y ensaladas. Cada cual lo acompañaba con vino tinto, blanco o cerveza según su preferencia.

Julia, viendo que eran demasiadas en la cocina y se entrechocaban, decidió sentarse a la mesa y dejar de servir.

Algunos ya se habían servido en los platos, cuando Alcira dijo:

-Ahora a rezar, todos ustedes. Esta es una casa cristiana y la Nochebuena es para agradecer a Dios, por todo lo que nos da y por todo lo rico que comeremos esta noche.

Julia, que había colocado un trozo de jamón crudo en su boca, dejó de masticar, y mientras su suegra dijo unas palabras, sintió que su boca se iba llenando de saliva que no atinaba a tragar.

Luego de la mesa fría, Alcira, trajo orgullosa el pavo relleno que había preparado, humeante, calórico. Todos comieron con avidez, a pesar de que con tal calor, no paraban de sudar. Julia no se sentía bien, no quería comer el pavo, pero no pudo negarse.

Cuando los más resistentes dejaron de comer, y se estiraron hacia atrás resbalándose un poco de sus sillas, Alcira llamó a Julia para servir el postre.

- Vos serví en las compoteras la fruta y yo le pongo el helado- dijo Alcira.

Así lo hizo Julia. Trató de que en cada una tocara por lo menos una cereza

En ese momento añoró la Navidad en casa de sus padres, aunque siempre discutía con su madre, por lo menos se sentía cómoda.

Llevó las cazuelas a la mesa y eligió para el abuelo la que tenía más cerezas. El viejo le caía bien, era el único que hablaba poco y no se metía con nadie.

Por un rato, sólo se escuchó un tintineo metálico de cucharitas.

De pronto, el abuelo, emitió un suspiro ronco, y comenzó a agitar frenéticamente sus brazos mientras se encorvaba sobre la mesa. Se puso colorado y parecía no respirar.

El marido de Julia y un par de cuñados, le golpearon la espalda, hasta que expulsó la pepita de cereza.

No se lo veía nada bien al abuelo José luego del incidente. Alcira decidió que lo llevaran al hospital.

Así, partieron todos al hospital, donde dejaron internado en observación al abuelo.

Alcira insistió y se ubicaron todos, alrededor de la cama para posar para la fotografía tradicional de Navidad de la familia.

Alcira le pidió a Julia que sacara la foto.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Caperucita 2011

Odiaba que la llamaran así, al fin de cuentas ella tenía un nombre. Maldita idea la de su madre de hacerle un abrigo con capucha. No le gustaba sentir el paño rozar su cara y menos aún ese color chillón.

Con la mujer que la puso en este mundo tenía un entripado: si decidía hacer algo, aquello otro sería mejor, si decidía salir, le indicaba el camino. Llevá abrigo que está fresco, le decía. Por más rápido que caminara hasta la puerta, siempre alcanzaba a oir esa última orden.

Un día, cargó todo el valor que pudo y partió. Sin abrigo ni rumbo.

Recorrió el mundo, aprendió otras lenguas, se enfrentó y venció a lobos feroces.

Parió una hija de sonrisa dulzona que la dejó boquiabierta.

Quiso darle lo mejor.

Le cosió una capita roja.