lunes, 10 de octubre de 2011

Montaña rusa

Su cabeza todavía giraba en círculos concéntricos. Sintió náuseas. Por un momento pensó que no había sido una gran idea hacer este nuevo intento. Desde que él la dejó se repetía: necesito una vida nueva. Él aún ocupaba todos sus pensamientos y a veces, hasta se veía actuar como le hubiera exigido en otro tiempo. El antes y el ahora se entremezclaban, a pesar de su gran esfuerzo por trazar la línea divisoria. Recordó el primer tiempo después de la separación en que dormía y dormía. Igual, él sin consideración alguna, tomaba sus sueños, interrumpía la trama y los hacía virar a su antojo. Le vinieron a la mente, en medio del mareo, los sucesivos intentos: el curso de autoayuda con el que no consiguió ayudarse. El entusiasmo con el grupo de terapia de la risa, donde un montón de señoras mayores se rían al borde del desquicio y sin saber de qué durante una hora por semana. Las sesiones del spa, en las que trató de alivianar la pena en espumas frutales y hacer resbalar el desánimo con aceites de colores. Y el campamento, con aquellos muchachos que en busca del “samadi” meditaban envueltos en trapos blancos, donde había creído que por fin hallaría la liberación.

Con su mente aún confusa y su estómago al borde del vómito, oyó el pitido. Se desabrochó entonces el arnés de seguridad que la sujetaba a la silla y se bajó de la montaña rusa.

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