sábado, 10 de marzo de 2012

105 sombreros

Marina y José se enamoraron de chicos. Mientras ella estudiaba para maestra jardinera, él trabajaba junto a su padre en la ferretería de la familia.

La gente del pueblo esperaba que crecieran, se casaran, José hiciera prosperar el negocio y Marina criara varios niños.

Pero no fue así.

A José lo que realmente le gustaba era bailar. De niño había formado parte del ballet folclórico del pueblo pero ya de adolescente no había tenido la posibilidad de continuar con la danza clásica.

Un día se decidieron: irían a Buenos Aires para que José cumpliera su sueño. Marina ya encontraría un trabajo como maestra allá. Y se fueron a vivir juntos sin pasar por la iglesia, cuestión que enojó al padre de Marina a punto tal que le prohibió regresar a la casa mientras él estuviese vivo.

Ya en Buenos Aires, se instalaron en una pensión de San Telmo, en Defensa al 965. Era una casona de fachada sombría por el paso del tiempo y el poco mantenimiento, con puerta doble de madera pintada de gris claro. Por la puerta de calle se ingresaba al zaguán, más sombrío aún. Una puerta de vidrio repartido al final del zaguán daba paso al patio interior luminoso y fragante. Abrazando el patio, la galería cobijaba las puertas y ventanas de los cuartos en alquiler.

El piso de la galería de mosaicos claros decorados con arabescos lucía brillante. Como decía doña Raquel, la dueña del lugar, la pensión no era lujosa pero sí muy limpia.

-El frente está feo- reconocía Raquel -Ni bien le acierte a la quiniela lo hago arreglar, decía. Desde hacía cinco años jugaba semana tras semana el 965 a la cabeza y a los diez.

Las ventanas amplias y las puertas dobles de las habitaciones vestían cortinas de macramé. Las rejas, revelaban con la pintura saltada, que habían sido primero blancas y luego verdes antes de llegar al negro que las cubría.

A Marina y José, les tocó un cuarto con una gran mancha de humedad en el techo y con bañadera de patas de león.

La cocina era compartida. Marina en cinco semanas no se cruzó con nadie allí. Después se enteró que los otros pensionistas tenían un microondas en la habitación y compraban comida congelada o en la rotisería de la esquina. Pero a ella le gustaba ir a cocinar: los vahos especiados de la salsa, el olor a aceite quemado de las frituras, el aroma dulzón de una torta recién horneada, la transportaban a la cocina de su madre.

José por las mañanas tomaba clases de baile clásico con Azucena en Palermo Viejo. Le pagaba dando clases de folclore dos veces por semana. Para sumar algún dinero trabajaba a la gorra en Plaza Francia, Parque Lezama y Plaza Dorrego, donde divertía a los concurrentes con sus números de mimo. Estaba orgulloso de sus avances con la danza, pero en momentos de incertidumbre añoraba la seguridad que le daba el mostrador de la ferretería.

Marina pasaba bastante tiempo sola. Se había hecho amiga de la Toti, la prostituta que alquilaba el cuarto de al lado. A la siesta lloraban juntas la novela y tomaban mate con chuker. –El azúcar se me va a las caderas- decía la Toti. Había venido de Rufino, un pueblito del sur de Santa Fe, huyendo de un mal amor. A doña Raquel no le gustaba el oficio de la Toti, pero lo cierto era que pagaba puntualmente el alquiler y no traía ningún cliente a la pensión.

La Toti le contó a Marina que el tucumano de la habitación de enfrente, había llegado hacía unos meses después de vender a su hermana la mitad de la casa que heredó de la abuela en Tafí del Valle. Con esa plata se compró una Harley Davidson y se vino a la capital. Ahora trabajaba en un club nocturno.

-Ahí los mozos están en slip, son todos musculosos y aceitados- decía la Toti. -Yo lo vi al tucumano sirviendo las mesas del fondo. Es un lugar paquete. Me llevó un cliente- confió a Marina.

El tucumano tomaba sol en una reposera del patio y como no tenía dinero para el gimnasio se había improvisado pesas con un caño de gas y dos latas de aceite para autos rellenas de cemento. Salía al trabajo y al cíber. Se conectaba con otros fanáticos de la Harley Davidson a través de un foro de Internet donde se pasaban datos de cómo conseguir tal o cual pieza.

En la pensión también vivía don Jaime, hermano de Raquel y apasionado del tango. Iba los domingos a bailar a Plaza Dorrego vestido con su traje negro de rayitas blancas, zapatos blancos con puntera y apliques en charol, y chambergo. Algunas veces, se la llevaba a la Toti para que le haga de pareja. A Marina le pareció que Jaime sentía un amor inconfesado por la Toti. – ¡Pero si podría ser mi padre ¡-descartaba ella.

Una tarde, mientras Marina pasaba la gorra luego de la función de José, alguien en lugar de una moneda dejó un papelito que decía: “Curso de sombreros de cotillón”. Pensó que sería una buena forma de generar algún ingreso a los ya menguados ahorros. Y comenzó a hacer sombreros de goma espuma para todo tipo de fiestas: cumpleaños infantiles, quince años, graduaciones, casamientos.

Marina y José estaban contentos de estar juntos y soñaban el futuro: una casita para los dos solos, un trabajo de maestra para Marina y presentaciones de José en los teatros. Igual, a veces, extrañaban la familia y el pueblo. Cuando las cosas no andaban del todo bien en la ciudad, fantaseaban con volver a Melincué.

La Toti extrañaba Rufino y el tucumano Tafí. Y todos, cada quien por sus pesares y motivos, no podían regresar a sus lugares de origen.

Entretanto, llegó un nuevo inquilino: Pancho un artesano de Río Cuarto. Le habían dicho que muchos extranjeros visitaban Buenos Aires y que pagaban en dólares las alhajas de plata. El hacía aros, anillos y collares, unos de tiento y cuentas de plata, otros con piedras semipreciosas.

Marina y la Toti se probaban todo lo que hacía Pancho. Pancho tomaba mate con ellas, protestaba por el chuker y al fin se terminó enganchando con la novela. Cuando no se podía quedar a verla, pedía que se la contaran.

Marina se había hecho fama con los sombreros, unos la recomendaban a otros y siempre tenía encargos. Una vez, le pidieron ciento cinco sombreros para un casamiento de gente bien y querían todos modelos distintos. Trabajó días y noches porque temía no llegar para la entrega. Pancho, la Toti, José y el tucumano debieron ayudar: pegaban plumas, brillantina, botones, flores. Y tuvieron que albergar algunos gorros en sus habitaciones porque la de Marina y José estaba abarrotada.

El día que debían retirar los sombreros no apareció nadie. Ni al día siguiente. Ni al tercer día. Llamó por teléfono a la casa de la novia y nadie respondió.

Desolada, lloró toda una noche.

Raquel quiso ayudarla y sentenció:

-Es hora de que se casen ustedes dos Marinita y este es un buen momento. Ya tienen los sombreros para la fiesta. Yo te regalo el vestido.

Nadie se atrevió a contradecirla y se pusieron a preparar la boda en patota. Trajinaron hasta que llegó el gran día.

Se casaron en el registro civil a la mañana y a la noche, con don Jaime presidiendo la ceremonia y Raquel y Azucena de madrinas, juraron amarse para siempre mientras se colocaban las alianzas de plata que les había hecho Pancho.

Raquel decidió hacer la fiesta de José y Marina en el patio. El tucumano acomodó los tablones y decoró la mesa.

Entre los de la pensión, los compañeros de baile de José y la hermana de Marina, la única que vino del pueblo, sumaban treinta y cinco. Los ciento cinco sombreros alcanzaron para que cada uno cambiara de personaje tres veces en la noche. Fueron piratas, princesas de capelina, marineros, hawaianas frutadas, papagayos multicolores, guerreros romanos de penacho, vikingos de cuernos.

Esa noche había un aire de pueblo en el patio de la pensión, por momentos húmedo como en Melincué y Rufino, de a ratos terroso como en Río Cuarto, después quieto y transparente como en Tafí, hasta que al amanecer la bruma ahumada de la gran ciudad descendió sobre ellos.

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