miércoles, 30 de noviembre de 2011

Caperucita 2011

Odiaba que la llamaran así, al fin de cuentas ella tenía un nombre. Maldita idea la de su madre de hacerle un abrigo con capucha. No le gustaba sentir el paño rozar su cara y menos aún ese color chillón.

Con la mujer que la puso en este mundo tenía un entripado: si decidía hacer algo, aquello otro sería mejor, si decidía salir, le indicaba el camino. Llevá abrigo que está fresco, le decía. Por más rápido que caminara hasta la puerta, siempre alcanzaba a oir esa última orden.

Un día, cargó todo el valor que pudo y partió. Sin abrigo ni rumbo.

Recorrió el mundo, aprendió otras lenguas, se enfrentó y venció a lobos feroces.

Parió una hija de sonrisa dulzona que la dejó boquiabierta.

Quiso darle lo mejor.

Le cosió una capita roja.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Día de alta

Hoy se va de allí. Romelia Bustos. Repasa una y otra vez el nombre en letras de imprenta escrito debajo de su foto. Está confirmado. Así se llama. Igual, le suena raro.

Angélica la había cuidado durante varios años en el hospital psiquiátrico. Antes de que le sacaran esa foto, Angélica le hizo un peinado tirante y le puso matizador. Se veía bien. Cuando tuvo en sus manos el documento de tapas verdes, no sintió una emoción especial, aunque sí un cierto alivio. Ya no la molestarían más los policías con preguntas que nunca sabía cómo contestar. ¿Qué se creen estos?, pensaba. ¡Si yo supiera! Además, para qué ponían tanto empeño en encontrar su verdadero nombre, hacía tiempo que a ella había dejado de importarle el asunto.

Le contaron que la habían encontrado una noche. En la calle, hablando incoherencias. Pasados unos días la interrogaron:

-¿Nombre?- preguntó el empleado.

- Aurora- inventó.

- ¿Aurora qué?- insistió.

Ella se quedó mirando los arabescos de los mosaicos y no respondió.

- El apellido por favor.

- ¡Ah! Rodríguez – dijo al azar.

De ahí en más y por veinte años fue Aurora Rodríguez. Aurora Rodríguez en la ficha médica y Aurorita para las compañeras de habitación.

Desde entonces y hasta ahora había recibido las visitas esporádicas de los oficiales. Cada vez que cambiaba el director del hospital, venían dos o tres veces seguidas con las mismas preguntas.

De antes se acordaba muy poco. En sueños veía caras sin nombre. A veces, en los paseos por el parque, el jazmín en flor le hacía sentir el abrazo cálido de su madre. El ruido de los pinos en lucha con el viento le recordaba el día en que su padre las abandonó. Cosas así, sueltas. Ningún nombre. Ningún apellido.

Pero un día, alguien acercó un dato cierto y lo confirmaron. Quien dio la información pidió reserva.

Hoy le dan el alta. Los médicos están contentos. La enferma ha recobrado el juicio, dicen. Los oficiales de justicia han encontrado su identidad, afirman satisfechos.

Ella acomoda sus cosas, guarda el documento en el bolso de mano, se despide de las chicas. Angélica la acompaña hasta la camioneta blanca que le indicaron. Se abrazan.

Sube. En el costado del vehículo en letras azul desteñido, se lee: “Hogar de Ancianos. Ministerio de Salud y Acción Social”

jueves, 17 de noviembre de 2011

Dolor de madre

Vientre replegado en sí mismo

grito animal que no basta

desgarro visceral

sólo ella sabe que con la sangre

se va la ilusión

del niño que no fue.

martes, 8 de noviembre de 2011

La cena

Elsa aseó a don Ernesto todas las mañanas durante dieciséis años, hasta le frotaba la espalda con alcanfor. Luego le cebaba dos mates amargos y se iba a despertar a Enrique. Entre los dos, lo acomodaban en la silla de ruedas. El viejo todavía se afeitaba solo, pero quería que Enrique le sostuviera el espejo. ¡Que sirva para algo este pendejo!, decía. Antes, cuando ella tenía lindas piernas y no cargaba con el hijo sonzo, Elsa se había dado el lujo de elegir para quién trabajar. Siempre con gente fina, en casas elegantes. Después se embarazó y las señoras dudaban en tomarla. Entonces aceptó lo de don Ernesto.

Elsa había intentado que Enrique fuera a la escuela, pero no le entraba nada. Al fin quedó para ayudarla en la casa. Ella era paciente con don Ernesto, aún cuando el viejo le palmeaba las nalgas, haciéndose el pícaro. Aún cuando le daba bastonazos a Enrique. Elsa callaba, el viejo le había prometido dejarles la casa.

Don Ernesto también tenía un hijo. Se había ido del pueblo cinco años atrás y no se supo más de él. Hasta la semana pasada, cuando llegó la carta anunciando que volvería pronto. Para internar al viejo y para arreglar los papeles de la casa. Elsa escondió la carta y no le dijo nada a don Ernesto. Se acordó bien que seis meses atrás el doctor Corti y el viejo habían hablado sobre el testamento.

Al otro día de la carta, con la excusa de ir a la feria, Elsa pasó por el estudio del doctor Corti. Le dijo que no lo veía bien a don Ernesto, que por favor se llegara a la casa para terminar con los papeles pero que fuese discreto: a don Ernesto no le gustaba que se metieran en sus asuntos. El Dr. Corti prometió ir la semana siguiente.

Y así lo hizo. Se encerró en la sala con don Ernesto. Elsa les ofreció una copita de anís, y se demoró tratando de oír algo de la conversación. Luego, entró otra vez para convidarles bizcochitos de limón justo cuando don Ernesto decía:

- Yo ya no tengo hijo, la casa queda para Elsa.

En poco tiempo más, el doctor Corti llegó con el testamento listo y don Ernesto lo firmó.

Ese día Elsa estuvo de muy buen humor, hasta le pidió a Enrique que agarrara el mejor pollo. De un golpe seco le tajeó el cogote, lo colgó en el gancho del fresno y lo dejó desangrar. Después de la siesta hirvió agua para desplumarlo. Le sacó las vísceras con cuidado y las guardó para el caldo. Elsa preparó el pollo para la cena como más le gustaba a Ernesto: en salsa y con papas. Mandó a Enrique a comprar un vino bueno y dejó listo un postre de duraznos.

Un poquito más de vino don Ernesto, alentó Elsa. Hasta que se terminó la botella.

Don Ernesto quiso acostarse temprano. Una vez más, lo asearon y lo pusieron en la cama. Pasada la medianoche se oyeron quejidos débiles y una respiración entrecortada.

Elsa y Enrique pasaron la noche despiertos.

Cuando los primeros destellos del sol anunciaron el día Elsa supo que por fin las cosas estaban en orden.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Desgracias comunes

I.

Alrededor del cajón se ubicaron los familiares cercanos. De un lado Ana, la mujer original, los hijos mayores y los nietos. Del otro Cynthia, la mujer nueva. Con ropa poco apropiada para un velorio, según comentó Elvira al verla entrar.

De pronto, al muerto le volvió el alma al cuerpo, se sentó y ahí entre tules y tafetas dijo:

- Cynthia … ¡ qué linda estás hoy!

II.

Esa tarde su mujer le dijo de todo. Julio quedó hecho polvo.

Ella, obsesiva como de costumbre, buscó el escobillón y la palita roja de plástico, lo barrió y lo echó al cesto de basura.

- Peor hubiera sido que me deje bajo la alfombra y tener que seguir soportando sus pisadas - pensó Julio.

Y se quedó, tan entero como pudo en el fondo de la bolsa, esperando que llegara el camión y lo llevara por fin lejos de allí.

III.

Juanjo estaba siempre enchufado. Un día se le pelaron los cables y un chisporroteo interior lo hizo tambalear.

– A ponerse las pilas, viejo- le dijo su mejor amigo.